Feliz Día de la Biblioteca

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"Si cerca de la biblioteca tenéis un jardín ya no os faltará de nada". Cicerón. Pues eso, feliz #díadelabiblioteca.

Por iniciativa de la Asociación Española de Amigos del Libro Infantil y Juvenil, desde 1997, en colaboración con el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, se celebra el Día de la Biblioteca, con el objetivo de concienciar a la sociedad de la importancia de la lectura y como homenaje y reconocimiento a la labor de los bibliotecarios.

Cada año se encarga a un escritor y a un ilustrador, ambos de reconocido prestigio, la redacción del pregón y el diseño del cartel que se difunde entre todas las bibliotecas de España, asociados e interesados. Este año las autoras seleccionadas son Ledicia Costas y Elena Odriozola, Premio Nacional de Literatura Infantil e Ilustración 2015, respectivamente.

El texto dice así:

Una luciérnaga es una isla perdida en la noche más densa. Cien luciérnagas, una constelación misteriosa que marca el rumbo hacia otros universos. Así, con esa estrategia de luz, se organizan los libros que moran en las bibliotecas. Son caricias fosforescentes que incendian los sueños y recomponen los corazones grises hasta hacerlos recobrar su color rojo brillante. Cualquier individuo que padezca el síndrome del corazón gris, debería ponerse en manos de un experto y visitar una biblioteca.

Para escribir un libro, además de hacer malabarismos con las palabras hay que ser una desvergonzada o un loco. Un atrevido, una excéntrica descontrolada. Llevar un calcetín de lunares, otro de rayas y los pelos de punta. Una cresta como las que lucen las cacatúas sería un peinado muy interesante para un escritor. Solo las mentes más disparatadas son aptas para escribir libros. Pero para custodiarlos no es suficiente con tener un desajuste en los cables cerebrales. Es indispensable ser de fuera. Un extraterrestre. Las bibliotecas albergan seres con antenas giratorias, cerebros millométricos que memorizan títulos rebuscados, rimbombantes, campanudos. Las personas que custodian libros siempre me han parecido criaturas singulares. Están dotadas de extremidades retráctiles que estiran y estiran hasta alcanzar aquel volumen al que parecía imposible acceder. Y a continuación, como si nada, se recomponen y todo vuelve a su posición natural. Parecen seres humanos, pero a poco que los observes percibirás que no son de aquí. Una de las cosas que más me fascina de los bibliotecarios es su cerebro. ¡Me parecen tan listos! Los libros fabrican pensamientos. Pasar tantas horas dentro de una factoría de ideas es bueno para tener un corazón rojo y brillante y una cabeza repleta de planes fantásticos.

Alguien me ha contado que el 24 de octubre es el Día de la Biblioteca. Sería genial organizar una fiesta con confeti y pompas de jabón. Celebrarlo por todo lo alto. Me encantaría vestirme para tal ocasión como el personaje de algún libro, sentarme en la mesa de una biblioteca de la ciudad donde vivo y esperar a que fuesen a visitarme. En las bibliotecas puedes ser quien tú quieras. Desde Mary Poppins hasta Matilda. Atreyu, Drácula o incluso Pippilotta Viktualia Rullgardina Krusmynta Efraimsdotter Långstrump. Puedes ponerte botas de pelo, plumas, zancos y sombreros. Sombreros! Eso es! Imagino a una pequeña lectora acercándose a mí discretamente, atraída por los colores y formas de mi sombrero:

—Sombrerera loca, ¡qué fiesta más maravillosa! Sería tan amable de servirme una taza de té?

Yo se la serviría con mucho gusto, poniendo cara de mujer refinada, y luego ambas haríamos ruido al tragar. Sonaría algo parecido a glup glup glup. Y antes de que nos diese tiempo de romper a reír de forma desenfrenada, aparecería el bibliotecario, como surgido de la nada, que para eso poseen la facultad de materializarse delante de ti en el momento más inoportuno, y nos advertiría de que las bibliotecas no son merenderos. Hay que reconocer que son únicos custodiando tesoros. Extraterrestres con el corazón rojo y brillante. Qué cosa tan extraordinaria. ¡Feliz Día de la Biblioteca!

Ledicia Costas

El alcalde poeta

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En la calle caen las primeras gotas de otoño. Poco tienen que ver con sus primas del verano. Las tormentas de agosto aparecen por sorpresa. El sol, de pronto, es empujado por gruesas nubes que descargan su rabia sobre los incautos peatones. Es una rabieta de verano. El calor pegajoso nos vuelve un poco locos. También a las nubes, que se enfadan sin motivo alguno. Chorrean su bronca sobre los vecinos de abajo y, ya calmadas, se marchan como han venido. Para que el sol vuelva a reinar a sus anchas.

La lluvia otoñal es distinta. El sol, agotado de tantos meses de trabajo, amanece con lentitud. Le duele despegarse de las sábanas. Y también se acuesta antes. Las nubes aprovechan su cansancio para hacerse con más hueco. Cuando nos levantamos ya están ahí. Tiñen la vida de un gris a veces melancólico y otras, pesado. Ahora que mandan ellas, no se enfadan tanto y vierten sus gotas con delicadeza, arropándonos en un manto de agua que nos acaricia. Todo parece más lento en un largo bostezo antes del sueño del invierno.

La vida se adapta al cambio. Los árboles mudan de hoja y color, al igual que los armarios. Las camisetas de manga corta y los bañadores dejan paso a abrigos, jerseys de lana, bufandas... Y, claro está, los osos se preparan para su prolongada siesta.

En todo eso piensa el alcalde. Sentado en la mesa de su despacho observa por la ventana sin atender a sus concejales. Le hablan sin parar de números y más números. Dinero, dinero, dinero. Gracias a él construyen escuelas, hospitales, carreteras o canchas de baloncesto.

 La gente vive mejor, se consuela, pero en esta oficina solo hablan de cifras y cantidades. Todo aparece en interminables informes de cientos de páginas que pocos leen. Ya no tiene tiempo para ver cómo aquellas cifras se transforman en una clase de teatro donde los niños representan a piratas por los mares del sur. Nunca ha visto salir de un hospital, por su propio pie, al sano que entró enfermo en camilla. En la agenda no queda hueco.

Mientras sus ayudantes recitan largas listas de tareas, el alcalde se asoma al balcón. Nadie mira hacia arriba. La gente deambula escondida bajo los paraguas, esquivándose. Todos van con prisa. Tienen mucho que hacer en el colegio, la oficina, el gimnasio, la casa... Ver a los amigos es una obligación, no una alegría. Y ser felices, una meta impuesta por los anuncios de la televisión. Si chocan dos paraguas, los implicados se gruñen. Rara vez se disculpan o bromean. Ni siquiera se les ocurre jugar a los espadachines con aquellos sables negros. Todos iguales. Todos feos. Siempre tenemos algo importante que hacer. Correr, correr y correr. ¿Hacia dónde?

El alcalde suspira. Está harto de reuniones interminables. Se pone el abrigo y abandona el despacho. Atrás deja a sus asesores, que siguen hablando sin cesar. Ninguno se da cuenta de que se ha ido.

Cuando pisa la acera, el alcalde siente una gota que acierta de lleno en la punta de su nariz. Le provoca cosquillas. Casi estornuda. Saca el teléfono y se detiene cuando está a punto de llamar a su secretario para que le acerque un paraguas. Una segunda gota le roza la mejilla. Cuelga. Le ha recordado la caricia de un antiguo amor que creía olvidado. Permanece quieto unos minutos hasta que decide caminar desprovisto de la protección del paraguas.

Empieza a andar sin rumbo. Vaga entre las gentes, que no lo reconocen. El bosque de paraguas le camufla. No ven más allá de sí mismos y del trozo de suelo que pisan. Casi mejor, piensa. Así me ahorro las quejas. Siempre hay algo que hemos hecho mal. Tampoco me apetece que se paren a saludarme. Algunos ciudadanos me quieren tanto que me estrujan en grandes abrazos, aunque lo que más odio es besar a bebés llenos de mocos...

Mientras pasea detecta un adoquín suelto, una papelera rota y algún desperfecto más que ordenará arreglar a su vuelta al ayuntamiento. Como los demás, anda pensando en sus cosas. Bueno, como es el alcalde, en las cosas de la ciudad. Le preocupa cómo solucionar un par de asuntos complicados. Con las manos en la espalda y la frente arrugada, parece un robot. Su cabeza continúa en el despacho.

Le despierta una sensación fría, que le empapa la pierna. Sobresaltado ve su elegante pantalón manchado de barro. Busca al culpable. Un niño salta feliz de charco en charco empeñado en evitar el suelo seco.

- Chaval, ten cuidado. ¿Has visto lo que has hecho?

El niño le observa un instante, mirándole directamente a los ojos. ¿Arrepentido? Pues, no. Vuelve a brincar con fuerza sobre otro charco. De nuevo cala al alcalde. Incluso le salpica la cara.

- Pero, ¿qué te he dicho? -gruñe el político.

- Estoy estrenando mis botas nuevas. Me las han regalado porque se me han caído dos dientes de leche.

Para demostrarlo sonríe mostrando una dentadura que parece un puzzle inacabado. Y agita en el aire unas estridentes katiuskas con dinosaurios dibujados. El alcalde no sabe qué responder. Se le ilumina la cara, roja de ira, y explota dando un pisotón en el agua. Sus enormes zapatones provocan una ola que se traga por completo al revoltoso. El niño, cubierto de agua, mira atónito al alcalde. Hipa y suelta una gran carcajada. A continuación salta con todas sus ganas para devolverle el golpe. Inician una batalla de salpicaduras que detiene la madre del pequeño. Riñe al alcalde porque los mayores no se comportan así y se lleva a rastras al niño, que se despide sacándole la lengua.

Chorreando, el alcalde continúa su paseo hasta un parque cercano. Le encanta este lugar retirado donde el reloj se echa una cabezada. Se halla en pleno corazón de la ciudad, pero ésta se le antoja muy, muy, muy lejana. Los árboles triplican a las farolas y el piar de las aves sustituye al claxon irritado de los coches. Nadie suele tener prisa. Los pavos reales lucen sus brillantes plumas con andares de marqués. Las ardillas trepan ojo avizor de cualquier golosina perdida. Los patos navegan en formación por el estanque. Los bebés duermen en sus coches, al runrún de la conversación de los padres.

Ese día hay menos ambiente porque la lluvia ha espantado a los habituales. El alcalde se sienta en un banco a descansar. Apenas le importa que el asiento esté mojado porque él ya está completamente calado. Nadie me librará de un buen resfriado, se resigna.

Un músico callejero toca un violín desvencijado. A la melodía le faltan notas, pero el alcalde se concentra en la música. Olvida todos sus problemas mientras observa cómo caen las hojas de los árboles. Planean en el espacio con infinita paciencia. Les sobra todo el tiempo del mundo. Despacio forman una delicada alfombra que cubre el feo asfalto. Al mediodía le entra hambre. Es tiempo de volver a su piso en busca de ropa seca.

Al levantarse sus zapatos pisan la suavidad del manto de hojas. Y se siente en casa, sobre la moqueta. Como si el parque se hubiera transformado en una habitación de su hogar. Otra vez se detiene. Repara en la variedad de colores vegetales que adornaban el paseo. Las hojas ocres de castaño y nogal colorean el monótono pavimento. Los troncos, desnudos, tiemblan con los primeros fríos.

Cuando pasa un barrendero a su lado para recoger las hojas, le detiene. Ha tenido una idea. Sin cambiarse de ropa, vuela al ayuntamiento. Reúne a los concejales y ordena que, durante unos cuantos días, no se recojan las hojas caídas.

- Dejemos que la gente disfrute del otoño. Nos empeñamos en que todas las estaciones del año parezcan iguales.

Sus ayudantes llenan el despacho de peros y pegas, pero el alcalde les ignora. Espera que los habitantes, al ver las hojas, sientan algo especial. Confía en que descubran cuanto les rodea, a las otras personas. Y sientan.

Al día siguiente, se asoma al balcón del ayuntamiento. La calle está completamente cubierta de hojas. Un abuelo recoge alguna para usarla como marcapáginas de su libro favorito. Varios niños levantan una montaña vegetal. Una pareja de enamorados se ha intercambiado hojas de diferentes colores. Todos parecen más calmados, dejando surcos a su paso.

La nueva decoración cambia el espíritu de la ciudad. Pronto se escuchan conciertos al aire libre, los pintores sacan sus caballetes a la calle, los colegios organizan excursiones al parque porque la naturaleza no solo está en los libros y los enfermos sanan mejor desde sus ventanas de hospital.

Los periódicos le llaman el alcalde poeta. Él no protesta. Le gusta que le conozcan así. Incluso prueba a escribir un soneto pero rima fatal, así que continúa trabajando de alcalde. La hojas se acumulan como la nieve. La ciudad es un enorme tapiz multicolor.

Pero una noche las nubes vuelven a trastear.  Llueve sin cesar durante horas. A la mañana siguiente el agua se mezcla con las hojas y la tierra que arrastró el viento. Las aceras son una trampa. En cualquier esquina pueden verse tropezones. Siempre hay alguien por los suelos.

La calma de los días anteriores se transforma en un monumental enfado. Los informativos de la televisión dejan de llamarle alcalde poeta para apodarle descuidado. El aire se lleva las partituras de los músicos, los pintores se refugian en sus estudios y los hospitales se llenan de heridos con algo roto por las constantes caídas.

Harto, el alcalde envía a un ejército de limpiadores para que recojan las hojas y dejen bien barridas las calles.

- ¡¡¡No quiero ver nada en el suelo!!! -grita enfadado.

Cuando terminan, se asoma al balcón. Las aceras están impecables. Incluso les han sacado brillo, pero todo vuelve a ser gris. Los habitantes, satisfechos por la rutina recuperada,  corren de un lado para otro sin detenerse a contemplar la vida.

El alcalde se sienta en su gran mesa de roble y escucha los informes de sus colaboradores. Sus bocas sueltan un sinfín de números que se desparraman como aquellas hojas de los árboles. Y, sin poderla contener, al alcalde se le escapa una lágrima. 

Hablando con letras

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Sonrojado comparto la hiperbólica reseña de Javier Bermúdez en Hablando con letras: La casa de los erizos, o el arte de contar cuentos. Los erizos ya le han invitado a cenar y lo que se tercie. Muchas gracias.

Copio un pequeño párrafo: No acostumbro a leer libros infantiles o juveniles. Pero debo decir que he disfrutado tanto leyendo La casa de los erizos como con cualquier otra narración explícitamente adulta que me haya gustado. Y al preguntarme por qué, de pronto me he acordado de eso de lo que solía quejarse Bioy Casares respecto a las novelas de su país y de una época, cuando afirmaba que a algunos escritores parecía olvidárseles a veces cual era el propósito primordial de su profesión: contar cuentos. 

Como comprenderá, hoy no me aguantaba nadie en el ascensor.

La estatua olvidada

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Nadie sabe el nombre del vecino más veterano de la plaza. Siempre ha estado ahí, recuerdan los ancianos del barrio sin volver la mirada. 

A lomos de su fiero caballo, erguido sobre sus cuartos traseros, parece guiar a las tropas a la batalla. Tal vez a una expedición perdida en tierras extrañas. ¿Héroe o villano? ¿Valiente o cobarde? A lo largo de la historia topamos con muchos cobardes que fueron héroes a su pesar y villanos que demostraron cierta valentía para alcanzar sus crueles planes.

Unos dicen que es un rey, otros le degradan a vizconde. A los más leídos les recuerda al personaje de un libro muy famoso. Le sacan muchos parecidos, incluso con vecinos vivos. Viste elegantes ropajes de otras épocas. Este caballero cabalgó, si lo llegó a hacer, unos cuantos siglos atrás. Pocos atinan la fecha.

Ninguno tiene memoria del día que colocaron la estatua en medio de la plaza, su dominio. Probablemente acudió hasta el alcalde, la banda municipal y algún periodista. Su nombre cayó en el olvido, mucho tiempo atrás, después de que desaparecieran quienes lo plantaron allí y se perdiera la placa del pedestal sobre el que reposa. 

Poco importa, para ser sinceros. Nadie repara en el jinete. En ocasiones un turista curioso, cámara en ristre, pregunta por la estatua. Como respuesta solo recibe un encogimiento de hombros. Ni el guardia urbano ni el cartero saben de quién se trata. Y, si pregunta a los mayores que disfrutan del sol en los bancos cercanos, corre el riesgo de verse enzarzado en una discusión sin fin. Bueno, no tanto. Termina a la hora de la comida.

Los niños, cuando falta algún amigo para el partido de fútbol, le fichan en su equipo. Normalmente los capitanes le adjudican el puesto de portero. Como delantero adolece de escasa movilidad. Entonces le fríen a balonazos sin que proteste. El caballero permanece inmóvil, como la estatua que es, hasta que alguien riñe a los chavales por maltratar el mobiliario urbano. 

Las palomas acostumbran a posarse sobre su cabeza. Encaramadas a su sombrero picudo se arrullan hasta que divisan una miga de pan sobre el suelo. Siempre, antes de volar, le dejan una cagarruta de regalo que amarillea sus broncíneos ropajes. Jamás se ha quejado. 

Un vagabundo procedente de un lejano país acampó a sus pies una temporada. Unos calculan que estuvo un día, otros sostienen que un mes y algunos suben hasta el año. Tampoco son muchos los que se acuerdan de aquel visitante. Vestía andrajos y contaban que era un sabio extraviado. De los que saben tanto que pierden la cabeza. 

Hablaba nuestro idioma con fluidez y divertido acento. Apenas se relacionó con las gentes de la plaza. Tan solo conversaba, durante horas, con la estatua. Cuando le preguntaron por ello, respondió que él únicamente dialogaba con gente de su altura. Algo chocante, según el frutero, porque la testa del jinete, montado en un caballo elevado sobre un pedestal, estaba bastante alejada de la suya. 

Y, es más, el sabio errante afirmó saber quién era ese hombre que había merecido una estatua, aunque ya nadie recordara ni sus méritos ni su nombre. Prometió revelarlo, a cambio de un desayuno caliente, a quien acudiera a la mañana siguiente a las ocho en punto. Ni un minuto antes ni uno después.

La noticia corrió de boca en boca. Muchos vecinos madrugaron pese a que el calendario marcaba domingo. Sin embargo, cuando se reunieron, no quedaba rastro del trotamundos. Su campamento había desaparecido. Y ahí quedó la cosa.

El vagabundo pronto se desvaneció de la memoria del mismo modo que las gestas del misterioso jinete se perdieron en anaqueles polvorientos. Renovaron los bancos, las farolas, el pavimento, los edificios y los rostros de las gentes pero la estatua sigue velando la plaza en el mismo sitio, y sin placa.

Cada miércoles lo rodean los puestos del mercado. La música de la verbena jamás ha logrado que se marque un bailecito. Nadie suele fijarse en el héroe desconocido salvo en la única ocasión que el equipo del barrio ganó un trofeo. Aquella gloriosa tarde rodearon su cuello con una bufanda de los colores del club. Ni un hurra gritó. 

Sin inmutarse transcurren los años para la estatua. Salvo en las tormentosas tardes, cuando las gentes corren a refugiarse en sus casas. El caballero aprovecha la lluvia para disimular una lágrima. ¿Me han dicho mueble, compañero caballo?, pregunta quejoso. 

Hace tanto que nadie le llama por su nombre pese a que él conoce los de todos...